Muerte en el estadio

Pablo cayó unos metros detrás mío. Algunos escucharon el golpe; yo recién sentí los murmullos. Enseguida vimos a los hinchas agitando los brazos a los gritos en las tribunas altas. “Se cayó uno”, empezó a correr el rumor, y dejamos de alentar al equipo para frenarlo todo. Gritamos hasta la afonía, ignorados por ochenta mil personas. Fue desesperante. Nos llevó diez minutos lograr que los bombos se detuvieran. Por fin la barra se sumó y toda la Sivori exigió que pararan el partido. Queremos creer que nuestro aliento es determinante, pero ese día entre miles no lográbamos que las palabras llegaran al campo. Ni siquiera Armani nos escuchó, tal vez concentrado en el partido. Con solo darse vuelta hubiera visto la muerte en todos los hinchas que vieron la escena de frente, mientras los jugadores seguían corriendo detrás de una pelota. Como si importara.  

Hay gente que se niega a ver a la muerte de frente hasta que le estalla en la cara. Muchos la habrán visto por primera vez ese sábado en el Monumental. A cada uno le impactó de una manera distinta. No es lo mismo estar a metros del hecho que enterarse quince minutos después desde la tribuna de enfrente. Cuando la muerte sucede a tus espaldas ya no es tan fácil negarla. Esa tarde una chica lloraba a mi derecha, a la izquierda un joven cruzaba los brazos mirando al cielo y alrededor crecía una sensación de luto. Más atrás había hinchas abrazados, tomándose las cabezas, algunos con la mirada perdida en el vacío, otros desmayados, con las remeras ensangrentadas. Salí de la popular antes de que anunciaran la suspensión. Al llegar al pasillo pude asomarme a ver, pero apenas miré de reojo las paredes salpicadas. Volví a casa pensando en Pablo, su hija y en todos los que no tuvieron la suerte de elegir desde qué distancia mirar a la muerte.

El club comunicó en un primer momento que el hincha saltó al vacío, algo que resultaba conveniente. No sólo para evitar una suspensión del estadio; también el suicidio amortiguaba el golpe para los miles de testigos involuntarios que fueron a ver fútbol y terminaron en un funeral. Sería preferible saber que eligió irse así, como aquel cuento de Fontanarrosa en el que un viejo hincha de Central moría de un infarto al ganar el campeonato contra Newell`s. Pero en esta historia no había espacio para el humor, ni siquiera del negro. El dato de que Pablo había ido a la cancha con su hija Mía, de diecisiete años, alejó la teoría del suicidio. ¿Será más fácil aceptar la muerte por accidente para ella? ¿Le mostrarán el video de seguridad para que sepa cómo duelarlo? Unos días después Mía habló en radio La Red: «Me molesta que puedan opinar qué quiso hacer cuando no lo conocían. Mi papá era una persona alegre». Tanto le molestó que hasta se puso a responder a las crueldades que decían en las redes porque él a ella la defendía siempre.

Con el tiempo todo parece indicar que Pablo intentó una maniobra peligrosa para subirse a la baranda y siguió de largo. Había llegado a la cancha como dice la canción: “Borracho, siempre voy descontrolado…”. La misma melodía que se convirtió en parte icónica del Mundial que festejó todo el país. Cantándola sobre kioscos de revistas, trepados a semáforos, en el Obelisco y colgados de puentes, como el hincha que erró el cálculo al saltar al bus de los jugadores, pero tuvo mejor suerte. Pablo se cayó, pero eran cientos los que estaban sentados en la baranda. Es una costumbre argentina que no será fácil de erradicar. Al menos con la tragedia fresca todos se bajaron sin intervención del árbitro. ¿Durará esa conciencia en el tiempo? ¿Hasta dónde habrá que subir los alambrados para protegernos de nosotros mismos? Si bien la responsabilidad del club es menor, hay que decir que la dirigencia está tan orgullosa de tener el estadio lleno cada partido que hasta parecieran considerar el hacinamiento como parte de la experiencia.

Tres días después, River juega una final de Copa en primera fase frente al Fluminense. Es un partido especial también porque, al inaugurarse las plateas bajas de la Belgrano, el Monumental llegará al record de contar con 86 mil personas en el estadio. Camino a la cancha la calle está vibrante, pero me cuesta meterme en el partido. Tengo presente la muerte de Pablo, todavía imagino su caída, y se siente extraño volver a alentar como si nada hubiera pasado. ¿Estamos sobredimensionando el lugar que le damos al fútbol? Hace unos meses, Messi mediante, fue capaz de unir al país en tiempos de grietas. ¿Cómo no darle valor a eso? Sin embargo, con la tragedia reciente, parece ser apenas un juego, otra distracción para postergar la muerte. La vida pasa por otro lado.

Mi amigo el Cholo lloró tanto de felicidad después de ver a Boca ganar la Libertadores en 2007 que decidió que esa emoción estaba mal enfocada. No tenía sentido que el fútbol ocupara un lugar tan importante en su vida. Así fue que tomó distancia de a poco hasta moderar sus expectativas y desilusiones. “Las emociones no se gastan. Cualquier cosa que genere alegría es bienvenida”, le dije yo. Hay hombres que solo se permiten llorar en la cancha, y eso es un gran mérito del deporte. Si hablamos de tristeza, su decisión cobra más sentido. ¿Para qué angustiarse por algo tan ajeno? Por eso la famosa pregunta está mal enfocada: ¿Qué es peor: descender o perder la final contra tu clásico rival? Porque pone el foco en el sufrimiento en vez del disfrute.

Ese miércoles a la noche ya se implementaron nuevas medidas. Hay menos banderas, sanciones para quienes se suban a barandas y un cordón humano de seguridad en las tribunas superiores. En la tribuna no cabe un alfiler. Resulta imposible llegar al baño, plantar los pies firmes y no sentir los hombros apretados contra otro hincha. River se juega mucho de la temporada en el resultado y la hinchada responde como nunca antes, levantando a un equipo que sale a matar o morir. La energía es contagiosa y se retroalimenta desde el campo a la tribuna. El luto se desvanece frente a un juego vibrante que no deja pensar en otra cosa. Por primera vez sentimos la actitud del River de Gallardo en la era Demichelis. Es uno de esos partidos que forman a un equipo. En la tribuna no dejamos de agitar los brazos, de abrazarnos entre desconocidos; y Mía también está acá, en algún lugar, como su padre hubiera querido. Esto es la Copa Libertadores. Todavía estamos vivos.