Cómo colarse en la Final

Es como ver a la Historia desenvolverse en tiempo real; desde el momento en que Messi recibe la pelota contra la raya y en un movimiento, de sobrepique, inicia su carrera contra el enmascarado. El defensor cuenta con una ventaja de quince años, pero el diez la frena de taco, da un rodeo, se mete al área y logra que, de pronto, broten lágrimas por contemplar la belleza en movimiento. La jugada mundial que le faltaba a nuestro depoartista. Por fin podemos experimentar lo que otras generaciones vivieron con Maradona en el 86, ese injusto punto de comparación que de a poco se va convirtiendo en profecía autocumplida. Qué hazaña es cumplir con las expectativas del planeta. Ahora a Lionel solo le falta una foto gloriosa y cincuenta mil hinchas necesitan ser testigos de ese momento. Imaginen por un segundo lo que es estar en Qatar, tan cerca del estadio, y no tener entrada. Eso nos pasó a muchos argentinos en Brasil 2014. 

Hay que ser un privilegiado para estar en el lugar justo en el momento indicado. A veces sucede por obra del destino, pero lo cierto es que resulta mucho más fácil lograrlo siendo millonario. Eso lo aprendí cuando revendí mi entrada para Holanda vs México que había comprado a la madrugada después de gastar el botón de refresh en la página de FIFA con tal de conseguir algo. Me la compró un fanático que desde hacía años viajaba por el globo detrás de Mundiales y Juegos Olímpicos. Así entendí que con suficiente dinero podías entrar a cualquier lado. Distinta era mi situación, que había llegado a Brasil en auto porque por una vez la Copa se jugaba en un país vecino. Ese era mi Mundial. Una sensación que se afianzaba con cada paso que daba la selección en su camino a la final. Sin embargo, aunque me sintiera predestinado, la realidad era que conseguir ese ticket era como hallar el boleto dorado de Charlie y la fábrica de Chocolates. Y se hacía más difícil a cada minuto, porque miles de personas decidían a último momento gastar todos sus ahorros con tal de estar ahí.

Una horda de argentinos inundó Río de Janeiro los días previos al partido para llenarse de alcohol, burlarse del dolor de los brasileros y quebrar lo que hasta entonces era una convivencia pacífica. Pero eso no era lo peor: cada uno de ellos buscaba una entrada. La misma que intentábamos por todos los medios de conseguir con mi primo Adrián. A nadie le importaba que estuviéramos junto al equipo desde el primer día, por eso nuestra completa atención estaba dedicada a conseguir esa entrada. Nunca estuve tan obsesionado por algo en toda mi vida. La desesperación se había apoderado de nosotros.

¿Qué darías por ganar la final del mundo? Algunos podrían cortarse un meñique, hacer huelga sexual o hasta dejar internet por un mes. Las promesas alcanzan para dimensionar un deseo que estaba a un paso de cumplirse. Por eso merodeábamos puntos de venta de la FIFA para conseguir pistas de reventa que llevaban a callejones sin salida mientras los precios alcanzaban alturas insostenibles. No tenía lógica gastarse en un partido la felicidad de un mes de vacaciones, pero era imposible resignarse. Mucho menos cuando desde Argentina hacían un pozo común para meterme en la cancha. Sin embargo, cuando logré estirarme a tres mil dólares el precio ya se había duplicado. Encima pagar esa fortuna incluía el riesgo de descubrir que el ticket era exclusivo para discapacitados y terminar viendo el partido con custodia en un televisorcito a las afueras del estadio, como le pasó a nuestro amigo Luciano. La cuenta regresiva se achicaba, las opciones se agotaban, ya no quedaba otra alternativa que colarse. Por suerte mi primo era un experto en eso.

All in: Adrián a todo o nada

A medida que avanza un Mundial las pasiones se multiplican hasta perder contexto de la realidad. Es como habitar un microclima en donde lo único que importa es el fútbol, algo que desde niños sentíamos como cierto, pero que la sociedad y el tiempo nos forzó a reconsiderar. Durante la Copa esa convicción resucita. Así es como muchos viajan para la primera fase y luego se van quedando a pesar de dejar en el camino los ahorros, la pareja o, en el caso de Adrián, el trabajo. Tal vez en compensación por su osadía, el Universo se había encargado de conseguirle entradas para cada uno de los partidos de Argentina. Primero un conocido tuvo un compromiso y le dejó una para octavos, luego un amigo le ofreció la de cuartos si revendía otras que le sobraban y, finalmente, con su parte de la ganancia consiguió una para la semi. Su buena racha parecía haberse agotado justo antes de la final, pero él no podía rendirse antes que el equipo. Como los propios jugadores, se había preparado toda su vida para ese momento.

Colarse es un deporte de alto riesgo que requiere de astucia, paciencia y oportunidad. Cuando era menor de edad, mi primo solía practicarlo en casinos. Ya de grande, siguió con la costumbre en recitales internacionales y fiestas electrónicas. Para lograrlo hay que disfrutar de la adrenalina, tolerar la vergüenza y contar con cierto carisma, como un ladrón de Hollywood. También tener una buena estrategia, algo en lo que Adrián se destacaba. Tanto que su amigo Michel le había pagado un pasaje a Las Vegas con tal de que jugara al póker con su dinero; y ambos habían salido ganando con la experiencia.

Hay muchas maneras de colarse a una cancha. Desde la más elemental del carnet de prensa trucho hasta trucos más sofisticados como imprimir entradas, conseguir una silla de ruedas o disfrazarse de médico. Por supuesto que el Mundial exige más. Hay que contemplar un plan de varias partes, y Adrián sólo tenía la primera: hizo una denuncia en la comisaría por el robo de una entrada que nunca tuvo y salió al estadio con la idea fija y una fe ciega: él iba a entrar al Maracaná.  

El partido de su vida

Primer tiempo: “La actitud no se negocia”.

En una final lo fundamental es tener coraje para afrontar los obstáculos que se te presentan. Nadie dijo que iba a ser fácil. Esa mañana fui al estadio con la idea de agudizar la vista en busca de alguna grieta en la organización. Apenas salí del subte me topé con una fila de enormes policías obstruyendo la salida de punta a punta. No había tiempo de pensar en cómo atravesar ese mural humano. Cada uno tiene su límite. Yo entendí que estaba arriesgándome a no ver el partido, di media vuelta y me propuse reencontrarme con mis amigos en la fauna del Fan Fest. Adrián en cambio encaró por la izquierda, presentó su entrada de semifinales y perdió. Pero se aferró a su ticket, dijo que era un recuerdo, juró abandonar su gesta de inmediato y se metió de nuevo en el subte ante la atenta mirada del oficial. Como si engañara a un espía británico, salió por el otro vagón antes de que cerraran las puertas y fue hacia la derecha para intentarlo de nuevo.

Esta vez presentó seis entradas y un discurso: “Compré un pack, fui a todos los partidos, pero me robaron la entrada de la final en el hotel. Acá tengo la denuncia. Me dijeron que vaya al stand de FIFA en el estadio”. Funcionó. Pero veinte metros más adelante había un nuevo control. Atrapado entre dos cordones, Adrián aguardó la distracción, dio unos pasos al costado, se agachó para pasar debajo de la valla y se metió de lleno entre el pelotón de hinchas. Conquistar territorio le daba esperanza, pero todavía faltaba mucho. Al tercer control, menos severo que los anteriores, lo pasó fingiendo buscar el documento en la riñonera hasta que otros hinchas acapararon la atención del vigilante. Ya en el horizonte lo paralizó la inmensidad del estadio Maracaná.

Segundo tiempo: “Hay que estudiar al rival”.

Adrián hizo un reconocimiento del terreno analizando cada puerta de acceso. Franquear esa seguridad era como fugarse de prisión. Ante una defensa cerrada es necesario tener paciencia, mover la pelota y dar el zarpazo en el momento adecuado. Finalmente tomó coraje y fue hacia un policía que parecía sobrepasado por su tarea. Señaló detrás suyo a la mujer que validaba entradas, mientras le explicaba con la denuncia en mano que debía hablar con ella por su situación. Así consiguió pasar, pero al repetir el cuento a la mujer ella lo derivó a su supervisor, un hombre severo que no demoró en echarlo mientras insultaba a Bigote, su subordinado, por permitir que la gente pasara sin entradas.

Hay momentos del partido en que no queda otra que replegarse para contraatacar. Mi primo lo comprendió rápido y retrocedió antes de que le apretaran el brazo contra la espalda: “Héroe es aquel que sobrevive a las batallas perdidas para ganar una guerra”. Escoltado por Bigote a cierta distancia, aceleró para sacarle ventaja, saltear el cordón anterior y saludarlo con sarcasmo justo antes de perderse en la multitud. Fue como morir en un videojuego: había retrocedido unos cuantos metros, pero aun le quedaba una vida.

El alargue: “La oportunidad llega a quien sabe esperarla”.

Mientras diagramaba un nuevo plan, cientos de hinchas lo sobrepasaban hacia la tierra prometida. A lo lejos divisó una señal: “Entrada de Prensa”. Fingiendo hablar por teléfono, se posicionó a espaldas del vigilante y, sigiloso, pasó al otro lado de la valla. Entonces con tranquilidad, algo indispensable en este tipo de maniobras, lo mareó con la denuncia señalando al hombre que palpaba periodistas y logró avanzar unos metros. “Metele que ya casi estás adentro”, le susurró al oído un periodista argentino que entendió todo. Adrián asintió, dejó el celular, las llaves y pasó del otro lado como un dealer en la aduana, conteniendo el impulso de salir corriendo.

Ya en el Centro de Prensa, se encontró rodeado de periodistas yendo y viniendo de escritorios con chalecos, camisas y carnets de prensa colgando. Adrián era el único con la remera de la selección. Tenía que huir de ahí pronto. Los espacios en el área se achican, ya no había margen de error, por eso cada movimiento debía ser cuidadosamente estudiado.

Penales: “No dar un paso en falso”.

Mi primo observaba al hombre que chequeaba las credenciales para dar acceso a la rampa que llevaba hasta el ascensor. Se apoyó contra la rampa con el celular en la mano y miró de reojo a los diez policías en línea enfrentados contra la otra pared, como un pelotón de fusilamiento. El corazón le latía tan fuerte que temía que el sonido lo delatara. De pronto apareció a su lado el periodista argentino, que se propuso hacerle de campana mientras Adrián fingía mirar su teléfono. “Si sos rápido ahora”, escuchó y de un salto puso las dos patas de costado hacia la rampa, rodó en el piso, se levantó y, sin mirar atrás, siguió por la rampa hasta el ascensor. La puerta se cerró en sus narices y volvió a abrirse unos pisos más arriba para mostrarle la tribuna con vista al verde césped. El resto ya no dependía de él.

La gloria eterna

Por supuesto que no es lo mismo Brasil que Qatar. Habrá que considerar particularidades como la Hayya Card o las consecuencias de quedar preso en territorio árabe, pero la posibilidad de colarse existe. Lo contó por twitter Carlos Maslatón, que se unió a cientos de árabes para atacar en masa en el segundo tiempo hasta que abrieron los molinetes. “Si tenés cara de gringo ni lo intentes, yo paso porque parezco local”, avisó . Claro que no se puede aplicar la misma estrategia en Usa vs Gales que en la final del mundo. Cada partido requiere un plan distinto.

En el 2014 yo criticaba al equipo por jugar a la defensiva mientras mi amigo Martín festejaba cada vez que pasábamos raspando. Los goles los gritábamos los dos, está claro. Y en la final por fin mostramos el verdadero potencial de nuestro fútbol frente al cuco que le había metido siete a Brasil. Pero perdimos. Yo salí del Fan Fest orgulloso de haber competido con valentía, al menos en la final. Martin se quería matar: “No sabemos cuándo vamos a tener otra oportunidad”. Ahora sí: fueron ocho años. Tiempo suficiente para que me haga resultadista. Si aquella selección sufrió seis partidos hasta soltarse contra Alemania, a esta que juega tan bien le toca ganar la final como sea. Dicen que la Historia se repite dos veces. La primera como tragedia y la segunda no recuerdo, pero debería ser con Messi alzando la Copa. Y si el destino se niega, nos gastaremos las palmas de aplaudirlo por la emoción infinita de haberlo visto jugar a la pelota.